Con permiso de Goscinny y Uderzo diré que en el año 29 a.C. toda Hispania estaba sometida bajo el control romano. ¿Toda? No, un grupo de irreductibles cántabros, astures y galaicos mantenían cierta independencia de las fronteras romanas.
En realidad no es que fuesen tan irreductibles, es que la conquista de Hispania se había dado por finalizada tiempo atrás sin prestar demasiada atención al Noroeste peninsular. Hasta que tras todo el asunto de las guerras civiles entre César y Pompeyo y posteriormente la llegada al poder de Octavio la cosa cambió.
Sin triunfo no hay emperador
El joven Octavio Augusto que había recogido el legado de su tío Julio César se acababa de convertir no sólo en el primer hombre de Roma. Ahora era el primer emperador.
Pero tras años de luchas intestinas, Roma necesitaba una guerra fácil, rápida y que no desgastase la moral de las legiones. El emperador buscaba una victoria; un Triunfo que llevar a la capital y poder engrandecer de esa manera su nombre y refrendar su recién adquirido estatus.
Los pobres cántabros, astures y galaicos pagaron el plato. Habían quedado un poco olvidados pero para el emperador eran los enemigos perfectos. Completaría la conquista de Hispania llevando las fronteras de Roma hasta el fin del mundo; sería fácil doblegar a aquellos montañeros y entrar triunfante en la metrópoli como un auténtico general. Y de paso, se podría aprovechar de un recurso que los astures guardaban bajos sus pies. El oro.
Guerra para justificar una paz
Augusto comenzó las hostilidades en el 29 a.C. y la campaña duraría diez años. Pese a la pertinaz resistencia de los pueblos indígenas, el peso de las grebas romanas terminó por someter ese pedacito del Imperio que quedaba por anexionar.
Ahora César Octavio Augusto podía regresar a Roma triunfante. Con botines de guerra en forma de esclavos, caballos, y oro. Oro que había en abundancia en la tierra astur. No tardarían en establecerse grandes explotaciones como las de las Médulas o el valle de la Maragatería.
Con oro, triunfo y las fronteras ampliadas hasta el mar, el emperador inició una etapa en la historia de Roma llamada la Pax Romana o Augusta. Las puertas de templo de Jano se cerraron y la estabilidad interna y los «limes» del imperio bien seguros fueron el inicio de un tiempo de calma y paz. A costa de una guerra, pero Augusto consiguió sus objetivos.